Cruzando la frontera
Mario Valero Martínez / @mariovalerom
Es una travesía
dramática que va mostrando un doloroso paisaje nunca imaginado para quienes
hemos cruzado, por múltiples razones, esos espacios transfronterizos de
Venezuela y Colombia.
En un extremo la
masiva migración proveniente de impensables lugares de la geografía venezolana
y con ella los relatos asombrosos en ese emprendido viaje de huida de las
crecientes, insoportables e insostenibles precarias condiciones de vida. No hay
rostros alegres en esas largas filas de emigrantes y el cansancio predomina en
el ambiente, muchos se han movilizado a través de las redes que en dolarizadas tarifas
operan desde diversos puntos del país, especialmente del eje Caracas-Valencia,
tal como lo describen los informantes. Y no son pocas las denuncias sobre el
incumplimiento de las promesas en los viajes ofertados, verdaderas estafas.
Después tienen que soportar la altanería y la humillación del funcionario
público trajeado con su pulcra camisa roja y su estandarte de hombre nuevo,
revolucionario y bolivariano, que sin pudor y en improvisada oficina en la
población de Ureña, cobra ilegalmente por estampar el sello en el pasaporte; este
es uno de los escenarios del chantaje en el desespero. Es toda una odisea ese
viaje de incertidumbre que para muchos no tiene proyecto definido ni hoja de
ruta, aspirando llegar hasta donde alcanzan los dólares reunidos para costear
el pasaje. Un detalle significativo en lo observado, casi todos llevan algún
objeto visible que los identifica con su condición de venezolanos.
En el otro
extremo la ruindad total. Las ciudades fronterizas de Venezuela como San
Antonio y Ureña, otrora comerciales, sede de prometedoras redes de pequeñas y
medianas industrias del textil y calzado, se han convertido, como ya lo hemos
reseñado en esta página, en estacionamientos público-privatizados y controlados
en muchos sectores por las mafias locales. Pero el otro drama inconcebible se
encuentra al atravesar el puente, cruzar la frontera y entrar al territorio
inmediato de la vecina Colombia, al observar la mendicidad venezolana
deambulando por las calles, durmiendo en los espacios públicos, realizando
trabajos precarios o compitiendo con los carretilleros para obtener unos pesos
que les representan una fortuna al cambio en bolívares; un poco más al fondo,
aparecen los oscuros relatos de la prostitución de todas las edades y sexos. Una
ruda realidad que genera una profunda pesadumbre. Situaciones similares se
relatan en todos los espacios de fronteras con Colombia y en los lindes con
Brasil.
No faltan en
estos escenarios las actitudes xenófobas y el desprecio al otro. Tampoco los
que no quieren ver este drama humano por razones de afinidades
político-ideológicas con ese esperpento denominado revolución bolivariana; y
por supuesto no se espera otra postura de las autoridades gubernamentales
venezolanas al tratar de minimizar e incluso mentir sobre esta compleja
coyuntura fronteriza, tal como lo hizo recientemente el canciller de Venezuela
que, utilizando datos falseados de otros momentos, ha pretendido demostrar que
ocurre todo lo contrario, sin importarle lo grotesco que resulta ante una
realidad tan evidente. No se puede esperar otra posición de quienes cerraron y
prometieron la nueva frontera, ahí están sus resultados.
Pero hay otros
espacios en los lindes con Colombia y Brasil donde se extiende la solidaridad,
la comprensión, la ayuda humanitaria y no se desdibuja esa olvidada palabra
integración; seguramente esos espacios serán el sustento para recomponer las
relaciones transfronterizas y su potencial aprovechamiento productivo, en el
contexto de ese indispensable cambio que se requiere para reconstruir esta
derruida Venezuela.
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